He aprendido a apreciar las cosas comunes

He aprendido a apreciar las cosas comunes


He aprendido a apreciar las cosas comunes, a dejarme llevar por la gente en más ocasiones – más bien, a dejarme llevar por las emociones que normalmente mueven a la gente a mi alrededor. En una época estuve totalmente en contra de lo cotidiano, me enfocaba en la música más extrema, en exaltar la falacia de la vida social y por ende, hundirme más en el aislamiento. Mis letras y dibujos solían expresar ese mundo hermético en que me movía, en el que – aunque negara todo indicio de relación social – era uno más de una nueva sociedad cuya cohesión provenía del rechazo a los demás. Luego entonces, me aferraba a un grupo en el que sin mantener contacto con otros, me sentía con una identidad, una más fuerte y patológica de la que intentaba escapar.

En la adolescencia muchos nos hemos sentido así. El mundo no nos comprende, nuestras ideas son ajenas a lo que escuchamos todos los días. La vida parece un tanto complicada y sólo aliviamos esa pesadumbre, que a veces parece insostenible, aislándonos.

El aislamiento fortalece los vicios. Vivimos en un sistema social donde todos somos influidos por el comportamiento de otros elementos, de manera positiva o negativa. Pero cuando nos aislamos del resto de las personas de nuestro entorno, ese toque benéfico que en ocasiones resultan ser unas palabras, una sonrisa, la compañía silenciosa, un pensamiento o una mirada, se pierde.

Entonces se multiplican los temores, la vida parece más gris, los problemas – si alguno real hay acaso – se vuelven un entero tormento. Luego, un golpe delicado, un ligero soplo del viento, nos hace caer en honduras más dolorosas.

Pero no todos pasamos por las mismas etapas. Alguien se salta la vida de un engaño a otro, pretendiendo sentir que avanza deprisa por la calle mientras los demás lo observan parados, cuando en realidad él es el objeto estático y su entorno se mueve.

Otro más vive en un mundo paralelo, compartido con muchos más también. Él no expresa su vida en términos de ocasiones felices y apartados dolorosos. Él sólo conoce la dualidad de calma-movimiento. Jamás conoce el pensamiento de quienes lo rodean, sólo observa sus rostros y se resigna a sus sonrisas.

Una vez se descubre que a la larga no nos es posible vivir en soledad – quienes aseguran lo contrario no están vivos en verdad – decidimos probar el mundo. Recorremos, conocemos, nos enamoramos, hacemos planes, los echamos por tierra, volvemos al punto de partida y nuevamente nos entusiasmamos. Nos dedicamos a sentir el aroma del mundo, a saborear su expresión, a perder y errar con tal de aprender más de él. Luego no podemos dejarlo.

La música que nos causaba malestar se convierte en la voz de nuestra conciencia. Esas letras tan cotidianas cargadas de ilusiones son las que nos representan, las que mejor describen nuestras emociones.

La escritura se ralentiza, deja huecos en cada párrafo y aun entre ellos. Las palabras se olvidan en ocasiones por causa de la multitud de pensamientos que nos asaltan, aunque estos se dirijan a un solo punto.

Se nos descompone el sueño. Mientras dormimos no olvidamos nuestros anhelos conscientes. Más tarde, al despertar, ya no pensamos más en ellos, simplemente los sentimos como parte de lo cotidiano. Pensamos en nuestros sueños si podemos recordarlos, o fabricamos más de ellos estando despiertos.

A continuación:

Me parece que tienes algo que ver con el silencio.

Me parece que tienes algo que ver con el silencio.