Visualizo el agua golpeando el bote suavemente. Mientras elevo el remo para el siguiente impulso tú me sigues con la mirada desde la orilla.
El estruendo de tu voz es inolvidable. Es como un trueno que esparce miel sobre la tierra. Y tu mirada fija se vuelve dorada mientras te fundes con los tonos ocres del atardecer.
Observas el balanceo de mi cuerpo retando a la leve corriente. Conoces de sobra la silueta que se forma cuando me interpongo entre ti y el sol que comienza a ocultarse, que intenta llevarse la imagen tuya de mi lado.
Pero para mí no solo eres un refugio visual. Tú eres el conjunto de caricias, los besos y la alegría. Eres el sonido diario de la vida, la seguridad de dejarme caer mientras me sostienes.
Soy la seguridad de tu sostén cuando tú también dejas poco a poco la vida.
Parece que no te fueras. Y que tu presencia colma mis ansias en todo momento. Dejando salir una sonrisa o una ligera mirada antes de irme, eso basta para tenerte presente hasta cuando no me acuerdo de ti – cuando mi alma te recuerda, aunque mi conciencia esté perdida.
Vuelves a mí en ese instante en que veo un pedazo del mundo y te contemplo una vez más. Con esa ligera sonrisa curvando tus labios y con la mirada que sana cualquier herida en mí.
Cualquiera, tal vez excepto tú misma.
Y en determinado tiempo vuelve a dolerme absolutamente más allá de todo alcance de mi razón esa mirada tuya, perdida ya, sin reconocerme.
Finalmente te dije adiós. Sin creerlo realmente, ni esperar que fuese definitivo.
Y me aparté, casi flotando entre todos esos despojos, mientras dejaba de sentir la conexión de mi alma con el mundo.