El último instante fue en que volteaste el rosto para no decir adiós siquiera.
Tus pasos fueron los típicos, un tanto erráticos, desconfiados. Con una prisa por alejarte y evitar una mirada atrás para no encontrarte con la mía. Huiste.
Luego, el tiempo se volvió sofocante. Como la ocasión bajo aquellos árboles al mediodía. Sin hablarnos imagine todas las palabras para la vida y la respuesta que habría de darse a ellas. Imaginé que la conclusión de esos textos era el mismo origen en que comencé a escribir sobre ti.
A partir de eso mis palabras comenzaron a sangrar. Empecé a buscar la manera de mitigar esa sensación de asfixia que me asaltaba con cada uno de tus recuerdos. Busco la fórmula que calme el dolor sin llevarme por completo a perderme.
Mis sueños se volvieron una especie de trance. No descansar por completo, con una terrible ansiedad que despierta a cada pocos minutos. Imaginando a media noche el espacio de tu presencia y sentir la soledad.
El hielo no se derretía por alguna extraña razón a pesar de que había un calor tremendo. Las mejillas rosadas y el cuello húmedo por el sudor luego de la caminata.
Yo hacía preguntas sin sentido alguno. No tenían respuesta. Tal vez ni tú las sabías o simplemente las callabas.
Entonces caminaba mucha más gente, como en círculos, pues se repetían sus pasos. Sus rostros me parecían ser los mismos una y otra vez frente a nosotros. Como si estuviesen vigilándonos. Leyendo nuestras palabras de la mente ya que no se escuchaban en el aire.
El mundo siguió girando y entonces desapareciste de mi vista. Ya no se escuchó más tu voz, salvo a mitad de un turbulento sueño. En la oscuridad de la noche me asaltaba como un espanto tu recuerdo.
Fueron tan sólo unos meses pero me inundaste con tu imagen hasta saciarme y despedazarme con tu carencia.
Fuiste tú en un tiempo en que me encontré con el mundo y me despedí en un instante, justo para no dejar de escuchar tu nombre.