Y no intento desdeñar la sonrisa que esbozas como por asalto. La rigidez de tus pupilas mientras ves el mundo sin cristales. El ligero temblor de tu cuello y de tus manos.
Eres el abismo más grande de palabras. En ti cualquier sonido enmudece. Toda mi alma calla. Eres un vacío perpetuo en el fondo de mis entrañas.
Me recuerdas la soledad y mi falta de cabeza en esos momentos. Mi razón perdida y la libertad de mis manos.
Actúa como un consuelo describirte. O como droga que me calma la ansiedad cuando el sueño se torna imposible. Tu recuerdo poco a poco degenera en muerte. Hasta que me he encontrado mirando fijamente el pasado en busca de tu regreso.
Puedo formar una nueva imagen procedente de ti, arrancando incesantemente trozos tu piel. Puedo dotarla de sonidos, contrastando con la enmudecida fachada de tu alma. Puedo hacer que hable y que muerda y que destroce totalmente el mundo hasta que no nos quede nada.
Puedo cambiar la orientación de sus ojos con el fin de que se aventure por lugares desconocidos. Donde todos saben ya quien es. Donde han observado hasta sus últimas fibras, y cada uno de esos imperceptibles temblores de sus párpados al temer.
No puedo cerrar los ojos sin que me abrume la terrible sensación de vacío en el creciente espacio.
He probado ser una roca. He sido arena. Otras veces viento, al atardecer, cuando parece llevarse todo cobijado por la noche.
Me desangro una vez más para capturar el instante y registrarlo.
Escucho el murmullo propio de las pláticas entre los insectos de la noche. Y el ritmo de la noche. El ligero frío que vuelve lentos los latidos.
La noche avanza mientras la calma permanece. En acecho. En un recuerdo insoportable de horas hasta el amanecer.