Cuando se está en medio de la nada, o en medio de la naturaleza, que lo es todo y cuya inmensidad nos provoca vértigo, uno se siente solo. Caminamos desconociendo el rumbo, tratando de que nuestras pisadas dirijan el eco y que por sí solas encuentren el camino que no hayamos con la vista.
Allá en la esquina, al parecer la última antes de la elevación abrupta del terreno, el viejo responde que estoy aún lejos del camino, que el “llano de tigre” es el lugar que debería buscar y a partir de allí comenzar la ascensión al cerro.
El llano de tigre, contradiciendo su nombre, no muestra ni siquiera perros en las calles, tampoco algún otro animal salvaje. Tan sólo unos hombres se muestran por las calles y las mujeres que dicen “adiós” a alguien extraño como si fuera una costumbre que yo desconocía de ese pueblo. Yo no digo adiós ni cuando me duele la partida. Pero fuera de que la gente me veía raro, como yo veía rara la gente también, parecía que todo era ordinario. Los caminos, las casas, el lenguaje, el cerro era común para mí. Todo parecía igual de tranquilo e impasible que cuando se le ve desde abajo, desde el valle.
Siempre camino, estoy en casi todo momento pensando en lo que encontraré al llegar al teórico lugar de mi destino y lo que me deparará el trayecto hacia él y de cómo desconozco las calles y el temblor de mis piernas y el acaloramiento de mi cabeza y el ardor de mis brazos. Camino teniendo algo simple en mente, que encontraré algo nuevo al llegar allí, o que todo estará como antes lo había pensado. Confirmación o descubrimiento, siempre una de las dos.
Regreso, con el plan trazado para subir a él. No representa una hazaña sobrehumana, es una caminata de un par de horas. Basta para ponerse en contacto con uno mismo, en plática con la soledad. Basta para entonar una y otra vez esas canciones que uno escucha cuando las canta ella. Y recordar que no debemos llevar el peso del mundo sobre nuestros hombros, tan sólo olvidar por un momento nuestra conexión con el ajetreo diario.