Solo uno.
Porque así meditaré muchísimo antes de hacerlo.
Solo uno, porque pasará mi vida completa frente a mí. Cada uno de mis recuerdos, los más vagos y tempranos. Y aquellos días terribles en que estaba ciego, dando tumbos con cada paso.
Mientras contemplo su robusto cuerpo incrustado con delicados ojos llenos de paz, aparece ante mí una mañana – una tarde tal vez, un día. Uno como tantos vividos ya. Previsible, monótono, con riesgo de ser diferente.
Y me encuentro en una casa, con corridos en la radio. Con mis esperanzas alcanzando apenas unas horas más hacia adelante. Sin muchos sueños, la vida entonces era un sueño entero.
Todo era natural: respirar, ver, llorar. Luego comencé a sentir vergüenza. Y ese tangible sueño se desmoronó.
La realidad es siempre el ahora. Con el viento golpeándome la cara, y los pies adoloridos. Y las manos temblorosas.
Esos murmullos que me trae el aire en respuesta a mis recuerdos, son como brasas volando en la noche, iluminando una vez más la calle para no sentir miedo en la oscuridad. Acompañando mis risas, ahora escasas.
Uno solo.
Si acaso parpadeo romperé el instante. Tan pequeño como una pausa total del tiempo. Inmóvil, con un letargo que te hace ver más como piedra que como ser viviente.
Quisiera contemplar largo tiempo tus ojos. Reflejan la angustia y el odio de mi rostro, aplacados por tu mansedumbre y fuerza.
No veo más adentro de ti, porque todo lo que hay que saber de ti está siempre expuesto.
Nosotros somos una gran caja que aprisiona nuestra vida. Atrapando nuestras emociones y deseos para no vivirlos libremente. Estamos llenos de miedo.
Y tú de libertad y paz.
Un instante basta para conocerte porque eres parte del mundo, tan natural y abierto como debe.
Cierro los ojos por un segundo y tú ya no estás.
Perdiéndote en la lejanía escucho solo el sonido seco de tus pasos.
El instante de recuerdos y de mi imagen en tus ojos y las risas haciendo eco aun en las rocas, se va. Y ya no soy el mismo.
Y sonrío, ahora que no contemplo más mi rostro.