Esa sensación es persistente.
No se aplaca con la multitud, con una proliferación de palabras, con los gritos del mediodía, con el ajetreo dominante de las calles.
Es un silencio que se prolonga al desplazarse por cualquier lado, que me acompaña en esas largas caminatas para – si es posible – perderla mientras huyo para no ser alcanzado.
Corro a todas partes y parece estar observándome siempre. Vigilando con cuidado cada una de mis palabras, de mis emociones, que a menudo se encierran para no ser atrapadas. Toma lugar en cualquiera de mis destinos.
Insiste en preservarse, en crecer a mi lado, en atraparme con sus fríos brazos que congelan el alma al aprisionarme. Se transforma en multitud de rostros, en incomprensibles palabras, en el estruendo del día y en la negrura vacía de la noche.
Y se cierne sobre mí como jaula. Como una caja que me oculta en el olvido. Es ese aullido que ahoga las risas del exterior, causando solo lobreguez en el encierro. Y luego ese silencio, tan espeso, como si jamás fuera a ceder.
Un murmullo, cualquiera de esas palabras suaves, apenas audibles, son una liberación.
Pero ante esta desolación, aun me tengo a mí.
Tal vez solo a mí.
Cada persona en el mundo tiene sus deseos, sus metas, sus prioridades. El tiempo es limitado y elegimos en qué o quién usarlo. Tal vez el futuro que imaginamos muestre cosas distintas. Tal vez ese futuro no llegue.
El ahora es lo único que tenemos en la vida, el pasado es inmutable, el mañana es incierto.
Y solo en nosotros podemos ejercer algún cambio, no en vidas ajenas, en intentar cambiar sus planes, en redefinir sus prioridades, en tratar de desviar su ruta hacia la nuestra para mitigar esa soledad persistente.
Esa soledad.
Intolerable, interna. Una completa ausencia.
Las horas del día pasan de manera lenta, sofocante. Por ratos dejan salir un grito, una sonrisa, el paso de un vehículo. A veces solo el sonido del viento golpeando pasivamente contra las copas de los árboles. En otros momentos todo se detiene, el viento, los latidos, la respiración, la vida misma queda en suspenso mientras el tiempo sigue transcurriendo. Nos encontramos inertes observando cómo todo lo que está a nuestro alrededor parece desvanecerse.
Solo los recuerdos llegan. Como alegría sobrepuesta en nuestros labios para simular sonrisas añejas. Como tormento sobre nuestras almas al contemplar lo que se ha ido.
Y con todo ese bullicio en la mente, los alrededores siguen en calma. Produciendo ese característico silencio que nos empapa lentamente. Que nos tiñe de sombras para unirnos finalmente con el color de la noche.
Tanto genera el vacío. Tanto o más que la abundancia.
Cada nuevo ‘ahora’ trae oportunidades distintas. Algunas indistinguibles de la monotonía. Otras veces, grandes sorpresas que nos hacen anular ese estado de coagulación emocional en que las sensaciones se aletargan, en su lugar hacen que todo fluya. Risas, miradas abiertas, perspectivas lejanas. Nos devuelven esa sensación de estar en busca de algo específico, de ya no estar huyendo de nuestro mundo colapsado.
El vacío se transforma en espacio para alojar nuevas emociones. El silencio en una pared para anotar más nombres, lugares, para grabar anhelos cumplidos, para tener todas las risas y gritos de alegría pintados indeleblemente.
Vacío, silencio, dualidades tan simples que se forman con el mismo nombre. Y tan difíciles de entonar de un modo distinto para despertar su otro significado.
Posiblemente ese silencio comenzó hace tiempo y su ritmo se va alentando. O tal vez soy presa de un gran estruendo pero no puedo detectar más ese sonido.
Solo sé que es algo persistente, como si no fuera a ceder.