Al fin mis palabras se estrellan en el vacío.
Suspendidas en los minutos interminables esperando una respuesta que jamás llega.
Y mientras aguardo tus pensamientos, los que ya no puedo discernir.
– Y temo que ya no pueda sentirte siquiera –
Contienes tu respiración mientras retienes tu mirada para no dejar que vea tu alma, como si acaso no pudiera sentirla tal si la tomara con mis manos y fuera recorriendo toda su extensión, hasta conocer cada herida y cada frase gravada en ella, sin que me digas una sola palabra.
Imagino tu sonrisa, y fabrico palabras a partir de esos temblorosos movimientos de tus manos. Y tus ojos esforzándose por ver algo, cualquier cosa en medio de todo, para tratar de llenarlos antes que se ahoguen de mí.
Me voy apagando. Ahora no hay locura ni excitación.
No saltaré al fuego. Tampoco me aferraré a la quietud de la noche para no revelar mi semblante sin color.
Ese destello fugaz sigue volando sobre mí. ¿Acaso diciéndome que por más infame que sea sí lograré volar como en mis sueños, hasta que por fin con un ronroneo junto a mi oído me despida, diciendo adiós, tan bruscamente como esa noche aparecí?
Todo cambia, lo sé. Y aprendí con las únicas lágrimas que he sentido, que el nunca y siempre, son reales.
Están allí en todo momento, aguardando a que el tiempo o la distancia transformen las cosas, para colocar su marca sobre ellas.
Y mientras duermo, soñando con risas que luego se transforman en angustia, la realidad avanza sin prisa, sin demora.
Finalmente despierto con la ansiedad de escuchar tus palabras o de desnudarte a través del silencio.
Pero ahora el silencio ya no dice nada.
No.