— ¿Vamos a subir hasta allá arriba?
— Ahí nos está esperando el palo de nanchi,
vamos a cortá un costal.
— Abuelita, ¿cuando vengamos ya va estar listo el
higadó, el lomo relleno y las tripas asadas?
— Sí hijito vete con tu abuelo a cortá nanchi y vienen a comer.
— Vamos pue Pisha.
— ¿Ves al abuelo y al nieto que van subiendo?
— No los veo, me tapa el maguey.
— Saber de qué hablan que se van riendo.
— Ha de ser que están contentos de poderse mover.
Yo aquí quieta durante el raso tiempo,
sin probar de esos frutos, sin tener madre o abuelo.
De la informe tierra vine a plantarme bajo esta sombra de roble;
deseando siempre vivir, y nunca, sin embargo, mi ruego fue escuchado.
Son ellos abuelo y nieto,
tienen razón para reír.
— ¿Y cómo se llama ese árbol?
— Se llama roble.
Da unas bolitas que se les llama bellotas.
Uuh, estos árboles son unos viejazos.
Me acuerdo cuando estaba así, chiquito,
Y ahora, qué tremendo.
Me voy yo y él aquí va a seguir.
— ¿Dónde está mi abuelo?
— Se fue allá arriba a limpiar el monte.
Nada más que no lo viste porque estabas todavía durmiendo cuando él se fue.
Al ratito va a venir y van a subir los dos juntos, ¿viste?
— Bueno.
— ¿No le vas a poner más sal?
— Yo creo que ya está bien. Si no, va a salí muy salado sus hígado.
— El de ellos no, el de la vaca.
Cómo recuerdo aquellos años mozos en que no temía a la soledad.
Me hablaba a mí mismo como a un extraño.
No tenía necesidad de conocerme.
Aquella pequeña casa de madera, de techo de dos aguas,
que abuelo y abuela construyeron para que yo, alegre, jugara.
El migote de pozol que solía hacerme y el pozol con cocha que tomaba.
Nada preocupaba, nada faltaba, estaba contento con tan sólo ver sus caras.
— Tiene bastante nanchi.
— Ta bien cargado.
Orita lo vamos a cortá todo.
Con tus granos, mazorca, te adornas; y de tu cabeza salen rubios cabellos.
Tú amarilla, tú briosa, no escondas tu cara bajo tus verdes hojas,
mira a esos dos ¡qué felices ellos son!
¿Tienen acaso muda la boca?
¿Son ellos árbol macizo y retoño tierno, plantados, inmóviles, sobre sus raíces?
Mírate, mazorca, en tu tallo tú te secas, mientras ellos frutos cogen.
Mírame también, que mata de frijol yo soy,
vivo un rato, luego me acabo.
Pero estoy aquí ahora,
contemplando al sol que en sus rostros brilla,
el uno, oscurecido por el calor,
el otro, sonrojado, terso.
Un niño que sobre los rastrojos salta, veloz.
Tiene en la mano una piedra.
No teme a nada, en su abuelo está su valor.
Y cortamos mangos. Caían estrepitosos sobre el suelo.
Agrietados, intactos, verdes, sazones,
rodaban crepitando al contacto con las hojas secas a los pies del abuelo,
corriendo yo tras ellos, hasta alcanzarlos.
El abuelo los arrancaba de sus ramas,
tenía en sus manos una larga vara.
Una hora del día, perdida entre los años en que el tiempo no paraba.
No importaba. Me importaban los mangos.
— Pero no parecía gorila aquel señor.
— Es, ¿no le viste la carota?
Tenía un racimo de guineo en la mano también.
Y esos comen gente, sólo que no te comió porque allí estaba yo.
“Allí estaba yo”
Estabas junto. Y yo estaba seguro.
Si estaba ahí, estaría bien.
Si me encontraba, en cambio, con la abuela, estaría bien.
El abuelo fue nieto alguna vez y en su abuela la mía también se reconoció.
Y el hígado sobre las brasas se asaba y el lomo en el plato dormía;
la abuela con un cartón en las manos se abanicaba.
Cual brasa el sol enrojecía
y lanzaba soplos de cálida iluminación blanca,
que mas no blanqueaban y sí, en cambio, la piel nos oscurecían.
Tus historias,
ya no en aquel pequeño cerro, suben a mi memoria,
en las cuales me imaginaba dentro y las veía – y las agigantaba.
Las historias de terror que atemorizaban;
los chistes con los que soltaba la carcajada.
Los consejos que me dabas.
Las palabras que aún me entregas.
Recuerdo los tráileres en el INMECAFE.
Tu comida en los trastos y tu café o telimón en el termo.
Que mientras tú comías, yo corría entre aquellos hierros muertos.
Y la abuela me curaba, nos sana,
con sus remedios caseros y sus manos que al sobar los dolores desaparecían.
Y el cututi se alegraba.
Tomados de la mano, a un lado de la carretera caminaban.
Los autos los oían, las casas los espiaban.
El viento que corría.
La mano que tú me sujetabas.
Entonces, un caballo, una piedra, una risa, me distraían;
pero en tus manos seguro me encontraba.
Del conocimiento del clima, tú meteorólogo empírico, eres poseedor.
Sabes cuándo caerá el agua que alimenta tu maíz y tu frijol.
Cuando la canícula se acerca, tú ya la has pronosticado.
Y el azadón y el marro y el cincel y la barreta y el pico y la pala, son una extensión a tus brazos.
El vilú y la cajeta y los trompos.
Era la fiesta del pueblo.
La música y los castillos y el torito se alzaban sobre el gentío.
Mi vilú tocaba, la cajeta comía, el trompo yo jugaba.
Tú abuela los comprabas, tú abuelo ordenabas,
y en mi jolgorio me divertía.
Allá en Julián Grajales vivieron
Y también en La Gachupina.
En Soyaló la casa construyeron, en ella creció la familia.
El maíz de ahí venía.
La plática que de su aliento escapaba, yo bebía.
Más tarde envejecieron.
¿No viste roble cómo ellos se volvieron más abuelos?
Venciste tres operaciones, eres fuerte viejo roble.
Tus venas, erizadas de duro trabajo, te recuerdan
que para lograr la mesa puesta, la frente húmeda queda.
¿Y qué son tres aberturas,
sí, qué son tres cortes en tu alma,
si tú eres, abuelo, como el roble,
indiferente al hacha?
El caldo que con mis orines fue bebido era dulce, no había aún madurado.
Lo bebieron, yo cercano, ahí en la piedra sentado.
Por mi madre a mí su sangre se trasiega.
Su ciencia me ha tocado.
Con sus ojos yo he visto años.
Y con sus oídos, aquellos gritos tan lejanos.
Con sus propias manos he labrado todo cuanto de su boca ha salido.
Estoy grande, fui chico, soy viejo.
Por ustedes he vivido casi igual que ustedes.
Y he sentido el desollante andar del pollito sobre la piel, sin siquiera haberlo visto.
No estuve allí,
pero he conocido al viejito Nuncha enriqueciéndose con su cantina;
a Don Sisto;
al tacín, sobre el inodoro;
a Juan Gorila y sus montonales de cabezas;
al bulusate sobre la espalda;
Roble Viejo…
No diré más.
Porque el tiempo entero no me bastaría si sigo contando una historia, no acabada,
que se perpetúa en nosotros hasta que la luna sea agua.
Llevo abuelo tu nombre.
Abuelita, ¡mira!
tu cututi se ha hecho un hombre.
~ Junio, 2000*
+ 26/Oct/2009 […] Pienso en la abuela, en su muerte. Y también en el olvido […]